domingo, 18 de septiembre de 2011

Era esa chica que cada mañana se levantaba buscando una razón por la cual despertarse. Esa marginada social que iba sola a clase en el autobús y se comía el almuerzo mientras leía un cómic japonés. Sí, esa del hermano con cáncer que seguía resistiendo a su enfermedad. Era ella, esa a la que siempre insultaban por llevar ropa ancha y negra, por sacar dieces o por no tener amigos. Fría como la luna, un témpano de hielo. Su madre se lamentaba porque no quería ponerse vestidos, la reñía porque no se peinaba con la bonita melena rubía que tenía. Pero ella, por encima de todo y de nada, amaba a su hermano y su enfermedad la tenía demasiado quemada por dentro como para preocuparse por su pelo. Su hermano la quería tal y como era, la conocía y la respetaba. Fuera rubia, fea, guapa, tonta, la quería. Una de las noches en las que ella perdió el autobús, sentada en la parada, vio como una ambulancia, a toda velocidad, ponía rumbo en dirección a su casa. Rezó, lloró y suplicó que esa ambulancia no tuviera ese destino, ese que ella temía tanto. Pero tantas plegarias fueron en vano. Esa noche su hermano falleció.
Fría como un témpano, apareció en el desayuno de la mañana siguiente con la cabeza rapada. Fue la primera vez que su madre no le dijo nada sobre su aspecto y fue la primera vez que nadie, absolutamente nadie, le dijo nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario